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LUCAS 13, 1-9

LECTURA DEL SANTO EVANGELIO SEGÚN SAN LUCAS (13,1-9):

1 En ese momento se presentaron unas personas que comentaron a Jesús el caso de aquellos galileos, cuya sangre Pilato mezcló con la de las víctimas de sus sacrificios.

2 El respondió: «¿Creen ustedes que esos galileos sufrieron todo esto porque eran más pecadores que los demás?

3 Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera.

4 ¿O creen que las dieciocho personas que murieron cuando se desplomó la torre de Siloé, eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén?

5 Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera».

6 Les dijo también esta parábola: «Un hombre tenía una higuera plantada en su viña. Fue a buscar frutos y nos encontró.

7 Dijo entonces al viñador: «Hace tres años que vengo a buscar frutos en esta higuera y nos encuentro. Córtala, ¿para qué malgastar la tierra?».

8 Pero él respondió: «Señor, déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré.

9 Puede ser que así dé frutos en adelante. Si no, la cortarás»».

LUCAS 13. 6-9

San Agustín

Sermón 110, 1: Hacer penitencia

Traducido de un antiguo documento en francés

ANÁLISIS: Amenazando con cortar la higuera estéril el Salvador nos invita a dar frutos dignos de penitencia a fin de prepararnos para la vida eterna. Porque Él vendrá ciertamente  a juzgar a los hombres: todas las profecías que se han cumplido en Cristo no nos permiten dudar de que se cumplirá también lo que Él ha predicho sobre el juicio final.

La higuera se refiere a la raza humana, y los tres años a las tres eras de la humanidad: antes de la ley, bajo la ley y bajo la gracia. No es extraño ver a la raza humana en la higuera. El primer hombre después de su pecado, ¿no cubrió su miembros con hojas de higuera? (Gen 3,7) Esos miembros honorables antes del pecado, se convirtieron para él en miembros vergonzosos. Antes del pecado nuestros primeros padres estaban desnudos y no se sonrojaban por ello. ¿Cómo iban a sonrojarse, si estaban sin pecado? ¿Acaso podían ellos tener vergüenza de las obras de su Creador? Ciertamente no, porque aún no habían corrompido la pureza con sus malas acciones, no habían todavía tocado el árbol del conocimiento del bien y del mal, que Dios les había prohibido tocar. Fue sólo después de haber pecado, comiendo de aquel “fruto”, que el hombre experimentó la esterilidad…

De este modo, la higuera estéril designa perfectamente a todos los hombres que rechazan constantemente dar frutos y por este motivo son amenazados, poniendo el hacha en las raíces de este árbol ingrato. Pero el jardinero intercede, posponiendo la ejecución del hacha y tratando de aplicar un remedio eficaz al árbol enfermo. Este jardinero nos recuerda a todos los santos que oran en la Iglesia por todos aquellos que están fuera de la Iglesia. Y, ¿qué piden ellos? «Señor, déjala por este año todavía», es decir, concede un tiempo de gracia, salva a los pecadores, salva a los incrédulos, salva a las almas estériles, salva a los corazones que no producen fruto… «Cavaré a su alrededor y echaré abono, por si da fruto en adelante; y si no da, la cortas.»

El Señor volverá a recoger frutos. ¿Cuándo? En el momento del Juicio, cuando vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos. La higuera es salvada, como un tiempo de gracia, para que de fruto. ¿Qué hemos de hacer mientras el Señor vuelve? La respuesta la podemos encontrar en la fosa cavada alrededor del árbol, que significa una exhortación a la humildad y a la penitencia. La fosa en efecto es cavada bajo tierra y allí se debe echar una buena parte de estiércol. El estiércol es sucio, pero hace fructificar. El estiércol hace referencia al dolor por nuestros pecados. Si somos llamados a hacer penitencia, hagámoslo con inteligencia y sinceridad, teniendo presente nuestra ignominia. A este árbol misterioso le es dicho: «Conviértete, porque el Reino de los Cielos ha llegado» (Mt 3,2).

San Juan Pablo II, papa

Discurso a los jóvenes en Turín (13-04-1980): Cristo no nos hace estériles

VISITA PASTORAL A TURÍN. ENCUENTRO CON LA JUVENTUD
Plaza de María Auxiliadora. Domingo 13 de abril de 1980

3. He hablado de fructificación y me ayuda también en esto el Evangelio, cuando propone —es una lectura que hemos encontrado recientemente en la sagrada liturgia— la comparación de la higuera estéril, que está en peligro de ser arrancada (cf. Lc 13, 6-9). El hombre debe fructificar en el tiempo, es decir, durante la vida terrena, y no solamente para sí, sino también para los demás, para la sociedad de la que forma parte integrante. Sin embargo, esta su actuación en el tiempo, precisamente porque él está “contenido” en el tiempo, no debe hacerle olvidar, ni pasar por alto, la otra dimensión esencial suya, la de un ser que está orientado hacia la eternidad; el hombre, por tanto debe fructificar simultáneamente tambiénpara la eternidad.

Y si quitamos al hombre esta perspectiva, quedará una higuera estéril.

Por una parte, debe “llenar de sí mismo” el tiempo de manera creativa, porque la dimensión ultraterrena no le dispensa ciertamente del deber de obrar con responsabilidad y originalmente, participando con eficacia y en colaboración con todos los demás hombres, a la edificación de la sociedad, según las concretas exigencias del momento histórico en que le toca vivir. Es éste el sentido cristiano de la “historicidad” del hombre. Por otra parte, este compromiso de fe sumerge al joven en una contemporaneidad que lleva en sí misma, en cierto sentido, una visión contraria al cristianismo. Esta anti-visión presenta estas características que recuerdo aunque sea sumariamente. Al hombre de hoy le falta frecuentemente el sentido de lo trascendente, de las realidades sobrenaturales, de algo que lo supera. El hombre no puede vivir sin algo que vaya más allá, que lo supere. El hombre se realiza si es consciente de esto, si se supera siempre a sí mismo, si se trasciende a sí mismo. Esta transcendencia está inscrita profundamente en la constitución humana de la persona. He aquí que, en la anti-visión, como he dicho, contemporánea, el significado de la existencia del hombre queda así “determinado” en el ámbito de una concepción materialista sobre los diversos problemas, como por ejemplo los de la justicia, del trabajo, etc. De ahí surgen esos contrastes multiformes entre las categorías sociales y entre las entidades nacionales, donde se manifiestan los diversos egoísmos colectivos. Es necesario, sin embargo, superar tal concepción cerrada y, en el fondo, alienante, contraponiendo a ella ese horizonte más amplio, que ya la recta razón y, más todavía, la fe cristiana, nos hacen entrever. Así, en efecto, los problemas encuentran una solución más completa; así, la justicia asume su plenitud y se realiza en todos sus aspectos; así las relaciones humanas, excluida toda forma de egoísmo, llegan a corresponder a la dignidad del hombre, como persona sobre la cual resplandece el rostro de Dios.

4. De todo ello se deduce la importancia de esa decisión, que vosotros, jóvenes, debéis tomar. Tomadla con Cristo, siguiéndole generosamente y aceptando sus enseñanzas, conscientes del eterno amor que en él ha encontrado su expresión suprema y su definitivo testimonio. Al deciros esto, no puedo ciertamente ignorar los obstáculos y peligros, por desgracia no pequeños ni infrecuentes, que se os presentan en los diversos ambientes del actual contexto social. Pero no debéis dejaros desviar; no debéis jamás ceder a la tentación, sutil y por lo mismo más insidiosa, de pensar que una decisión así pueda perjudicar a la formación de vuestra personalidad. No dudo en afirmar que tal opinión es totalmente falsa; creer que la vida humana, en el proceso de su crecimiento y de su maduración, pueda ser “disminuida” por el influjo de la fe en Cristo, es una idea que debe rechazarse. Es cierto exactamente lo contrario: así como la civilización resultaría empobrecida e incompleta sin la presencia del factor religioso, del factor cristiano, de igual modo la vida de cada hombre, y especialmente del joven, quedaría incompleta y vacía sin una fuerte experiencia de fe, alcanzada por un contacto directo con Cristo crucificado y resucitado. El cristianismo, la fe, creedme, jóvenes, confiere plenitud y culminación a vuestra personalidad; centrado como está en la figura de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre y, como tal, redentor del hombre, os lleva a la consideración, a la comprensión, al gusto de todo cuanto hay de grande, de hermoso y de noble en el mundo y en el hombre. La adhesión a Cristo no obstaculiza, sino que dilata y exalta los “impulsos” que la sabiduría de Dios Creador ha puesto en vuestras almas. La adhesión a Cristo no debilita, sino que refuerza el sentido del deber moral, proporcionándoos el deseo y la satisfacción de comprometeros en “algo que realmente merece la pena”, dándoos, repito, el deseo y la satisfacción de comprometeros así, y previniendo el espíritu contra las tendencias, que hoy surgen con cierta frecuencia en el ánimo juvenil, a “dejarse llevar” o en dirección de una irresponsable o indolente abdicación, o por el camino de la violencia ciega y homicida. Sobre todo —recordadlo siempre—, la adhesión a Cristo será fuente de una alegría auténtica, de una alegría íntima. Os repito, la adhesión a Cristo es fuente de una alegría que el mundo no puede dar y que —como El mismo anunció a sus discípulos— ninguno podrá jamás quitaros (cf. Jn 16; 22), incluso estando en el mundo.

Homilía (06-03-1983): La conversión, camino hacia la paz

VIAJE APOSTÓLICO A AMÉRICA CENTRAL.
SANTA MISA EN EL METRO CENTRO DE EL SALVADOR

[…] 5. La cadena terrible de reacciones, propia de la dialéctica amigo-enemigo, se ilumina con la Palabra de Dios que exige amar incluso a los enemigos y perdonarlos. Urge pasar de la desconfianza y agresividad, al respeto, la concordia, en un clima que permita la ponderación leal y objetiva de las situaciones y la búsqueda prudente de los remedios. El remedio es la reconciliación…

El amor de Dios nunca desahucia mientras se peregrina en la historia. Sólo la dureza del hombre acosado por la lucha sin cuartel se reviste de determinismo y fatalismo: se cree entonces erróneamente que nadie puede cambiar, convertirse y que las situaciones deberían más bien conducirse programáticamente hacia un irremediable deterioro.

Es entonces el momento de escuchar la invitación del Evangelio de este domingo: “Si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo” (Lc 13,3; Lc 13,5). Sí, convertirse y cambiar de conducta, porque como hemos escuchado en el Salmo responsorial Yahvé “hace obras de justicia y otorga el derecho a los oprimidos” (Sal 103,6). Por eso el cristiano sabe que todos los pecadores pueden ser rescatados; que el rico despreocupado, injusto, complacido en la egoísta posesión de sus bienes puede y debe cambiar de actitud; que quien acude al terrorismo, puede y debe cambiar; que quien rumia rencores y odios, puede y debe librarse de esta esclavitud; que los conflictos tienen modos de superación; que donde impera el lenguaje de las armas en pugna, puede y debe reinar el amor, factor irreemplazable de paz.

6. Al hablar de conversión como camino hacia la paz, no abogo por una paz artificiosa que oculta los problemas e ignora los mecanismos desgastados que es preciso componer. Se trata de una paz en la verdad, en la justicia, en el reconocimiento integral de los derechos de la persona humana. Es una paz para todos, de todas las edades, condiciones, grupos, procedencias, opciones políticas. Nadie debe ser excluido del esfuerzo por la paz

7. Es urgente sepultar la violencia que tantas víctimas ha cobrado en ésta y en otras naciones. ¿Cómo? Con una verdadera conversión a Jesucristo. Con una reconciliación capaz de hermanar a cuantos hoy están separados por muros políticos, sociales, económicos e ideológicos. Con mecanismos e instrumentos de auténtica participación en lo económico y social, con el acceso a los bienes de la tierra para todos, con la posibilidad de la realización por el trabajo; en una palabra, con la aplicación de la doctrina social de la Iglesia. En este conjunto se inserta un valiente y generoso esfuerzo en favor de la justicia de la que jamás se puede prescindir.

Catequesis, audiencia general (08-06-1988): Dulzura y exigencia

cf. 5-8

La mansedumbre y humildad de Jesús llegan a ser atractivas para quien es llamado a acceder a su escuela: “Aprended de mí”. Jesús es el testigo fiel del amor que Dios nutre para con el hombre

Pero esta “mansedumbre y humildad de corazón” en modo alguno significa debilidad. Al contrario, Jesús es exigente. Su Evangelio es exigente. Jesús es exigente. No duro o inexorablemente severo: pero fuerte y sin equívocos cuando llama a alguien a vivir en la verdad. Él amonesta a todos y cada uno: “…si no os convertís, todos pereceréis” (Lc 13, 3).

Así, el Evangelio de la mansedumbre y de la humildad va al mismo paso que el Evangelio de las exigencias morales y hasta de las severas amenazas a quienes no quieren convertirse. No hay contradicción entre el uno y el otro. Jesús vive de la verdad que anuncia y del amor que revela y es éste un amor exigente como la verdad de la que deriva. Por lo demás, el amor ha planteado las mayores exigencias a Jesús mismo en la hora de Getsemaní, en la hora del Calvario, en la hora de la cruz. Jesús ha aceptado y secundado estas exigencias hasta el fondo, porque, como nos advierte el Evangelista, Él “amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). Se trata de un amor fiel, por lo cual, el día antes de su muerte, podía decir al Padre: “Las palabras que tú me diste se las he dado a ellos” (Jn 17, 8).

Catequesis, audiencia general (09-11-1988): El pecado es el verdadero mal

El Cristo que sufre es, como ha cantado un poeta moderno, “el Santo que sufre”, el Inocente que sufre, y, precisamente por ello, su sufrimiento tiene una profundidad mucho mayor en relación con la de todos los otros hombres, incluso de todos los Job, es decir de todos los que sufren en el mundo sin culpa propia. Ya que Cristo es el único que verdaderamente no tiene pecado, y que, más aún, ni siquiera puede pecar. Es, por tanto, Aquél ―el único― que no merece absolutamente el sufrimiento. Y sin embargo es también el que lo ha aceptado en la forma más plena y decidida, lo ha aceptado voluntariamente y con amor. Esto significa ese deseo suyo, esa especie de tensión interior de beber totalmente el cáliz del dolor (cf. Jn 18, 11), y esto “por nuestros pecados, no sólo por los nuestros sino también por los de todo el mundo”, como explica el Apóstol San Juan (1 Jn 2, 2). En tal deseo, que se comunica también a un alma sin culpa, se encuentra la raíz de la redención del mundo mediante la cruz.La potencia redentora del sufrimiento está en el amor.

3. Y así, por obra de Cristo, cambia radicalmente el sentido del sufrimiento. Ya no basta ver en él un castigo por los pecados. Es necesario descubrir en él la potencia redentora, salvífica del amor. El mal del sufrimiento, en el misterio de la redención de Cristo, queda superado y de todos modos transformado: se convierte en la fuerza para la liberación del mal, para la victoria del bien. Todo sufrimiento humano, unido al de Cristo, completa “lo que falta a las tribulaciones de Cristo en la persona que sufre, en favor de su Cuerpo” (cf. Col 1, 24): el Cuerpo es la Iglesia como comunidad salvífica universal.

4. En su enseñanza, llamada normalmente prepascual, Jesús dio a conocer más de una vez que el concepto de sufrimiento, entendido exclusivamente como pena por el pecado, es insuficiente y hasta impropio. Así, cuando le hablaron de algunos galileos “cuya sangre Pilato había mezclado con la de sus sacrificios”, Jesús preguntó: “¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas…? aquellos dieciocho sobre los que se desplomó la torre de Siloé matándolos ¿pensáis que eran más culpables que los demás hombres que habitaban en Jerusalén?” (Lc 13, 1 – 2.4). Jesús cuestiona claramente tal modo de pensar, difundido y aceptado comúnmente en aquel tiempo, y hace comprender que la “desgracia” que comporta sufrimiento no se puede entender exclusivamente como un castigo por los pecados personales. “No, os lo aseguro” ―declara Jesús―, y añade: “Si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo” (Lc 13, 3-4). En el contexto, confrontando estas palabras con las precedentes, es fácil descubrir que Jesús trata de subrayar la necesidad de evitar el pecado, porque este es el verdadero mal, el mal en sí mismo y permaneciendo la solidaridad que une entre sí a los seres humanos, la raíz última de todo sufrimiento. No basta evitar el pecado sólo por miedo al castigo que se puede derivar de él para el que lo comete. Es menester “convertirse” verdaderamente al bien, de forma que la ley de la solidaridad pueda invertir su eficacia y desarrollar, gracias a la comunión con los sufrimientos de Cristo, un influjo positivo sobre los demás miembros de la familia humana.

Benedicto XVI

Homilía (07-03-2010): urgencia de volver a Dios

Visita pastoral a la comunidad romana de San Juan de la Cruz

“Convertíos, dice el Señor, porque está cerca el reino de los cielos” hemos proclamado antes del Evangelio de este tercer domingo de Cuaresma, que nos presenta el tema fundamental de este “tiempo fuerte” del año litúrgico: la invitación a la conversión de nuestra vida y a realizar obras de penitencia dignas. Jesús, como hemos escuchado, evoca dos episodios de sucesos: una represión brutal de la policía romana dentro del templo (cf. Lc 13, 1) y la tragedia de dieciocho muertos al derrumbarse la torre de Siloé (v. 4). La gente interpreta estos hechos como un castigo divino por los pecados de sus víctimas, y, considerándose justa, cree estar a salvo de esa clase de incidentes, pensando que no tiene nada que convertir en su vida. Pero Jesús denuncia esta actitud como una ilusión: “¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo” (vv. 2-3). E invita a reflexionar sobre esos acontecimientos, para un compromiso mayor en el camino de conversión, porque es precisamente el hecho de cerrarse al Señor, de no recorrer el camino de la conversión de uno mismo, que lleva a la muerte, la del alma. En Cuaresma, Dios nos invita a cada uno de nosotros a dar un cambio de rumbo a nuestra existencia, pensando y viviendo según el Evangelio, corrigiendo algunas cosas en nuestro modo de rezar, de actuar, de trabajar y en las relaciones con los demás. Jesús nos llama a ello no con una severidad sin motivo, sino precisamente porque está preocupado por nuestro bien, por nuestra felicidad, por nuestra salvación. Por nuestra parte, debemos responder con un esfuerzo interior sincero, pidiéndole que nos haga entender en qué puntos en particular debemos convertirnos.

La conclusión del pasaje evangélico retoma la perspectiva de la misericordia, mostrando la necesidad y la urgencia de la vuelta a Dios, de renovar la vida según Dios. Refiriéndose a una costumbre de su tiempo, Jesús presenta la parábola de una higuera plantada en una viña; esta higuera, sin embargo, resulta estéril, no da frutos (cfr Lc 13,6-9). El diálogo que tiene lugar entre el amo y el viñador manifiesta, por una parte, la misericordia de Dios, que tiene paciencia y deja al hombre, a todos nosotros, un tiempo para la conversión; y por otra, la necesidad de poner en marcha en seguida el cambio interior y exterior de la vida para no perder las ocasiones que la misericordia de Dios nos ofrece para superar nuestra pereza espiritual y corresponder al amor de Dios con nuestro amor filial.
También san Pablo, en el pasaje que hemos escuchado, nos exhorta a no engañarnos: no basta con haber sido bautizados y ser nutridos en la misma mesa eucarística, si no se vive como cristianos y no estamos atentos a los signos del Señor (cfr 1 Cor 10,1-4).

Angelus (07-03-2010): La falsa ilusión de vivir sin Dios

En el pasaje del Evangelio de hoy, Jesús es interpelado acerca de algunos hechos luctuosos: el asesinato, dentro del templo, de algunos galileos por orden de Poncio Pilato y la caída de una torre sobre algunos transeúntes (cf. Lc 13, 1-5). Frente a la fácil conclusión de considerar el mal como un efecto del castigo divino, Jesús presenta la imagen verdadera de Dios, que es bueno y no puede querer el mal, y poniendo en guardia sobre el hecho de pensar que las desventuras sean el efecto inmediato de las culpas personales de quien las sufre, afirma: “¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo” (Lc 13, 2-3). Jesús invita a hacer una lectura distinta de esos hechos, situándolos en la perspectiva de la conversión: las desventuras, los acontecimientos luctuosos, no deben suscitar en nosotros curiosidad o la búsqueda de presuntos culpables, sino que deben representar una ocasión para reflexionar, para vencer la ilusión de poder vivir sin Dios, y para fortalecer, con la ayuda del Señor, el compromiso de cambiar de vida. Frente al pecado, Dios se revela lleno de misericordia y no deja de exhortar a los pecadores para que eviten el mal, crezcan en su amor y ayuden concretamente al prójimo en situación de necesidad, para que vivan la alegría de la gracia y no vayan al encuentro de la muerte eterna. Pero la posibilidad de conversión exige que aprendamos a leer los hechos de la vida en la perspectiva de la fe, es decir, animados por el santo temor de Dios. En presencia de sufrimientos y lutos, la verdadera sabiduría es dejarse interpelar por la precariedad de la existencia y leer la historia humana con los ojos de Dios, el cual, queriendo siempre y solamente el bien de sus hijos, por un designio inescrutable de su amor, a veces permite que se vean probados por el dolor para llevarles a un bien más grande.

Angelus (11-03-2007): Precariedad de la existencia

La página del evangelio de san Lucas, que se proclama en este tercer domingo de Cuaresma, refiere el comentario de Jesús sobre dos hechos de crónica. El primero: la revuelta de algunos galileos, que Pilato reprimió de modo sangriento; el segundo, el desplome de una torre en Jerusalén, que causó dieciocho víctimas. Dos acontecimientos trágicos muy diversos: uno, causado por el hombre; el otro, accidental. Según la mentalidad del tiempo, la gente tendía a pensar que la desgracia se había abatido sobre las víctimas a causa de alguna culpa grave que habían cometido. Jesús, en cambio, dice: “¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos?… O aquellos dieciocho, ¿pensáis que eran más culpables que los demás hombres que habitaban en Jerusalén?” (Lc 13, 2. 4). En ambos casos, concluye: “No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo” (Lc 13, 3. 5).

Por tanto, el mensaje que Jesús quiere transmitir a sus oyentes es la necesidad de la conversión. No la propone en términos moralistas, sino realistas, como la única respuesta adecuada a acontecimientos que ponen en crisis las certezas humanas. Ante ciertas desgracias —advierte— no se ha de atribuir la culpa a las víctimas. La verdadera sabiduría es, más bien, dejarse interpelar por la precariedad de la existencia y asumir una actitud de responsabilidad: hacer penitencia y mejorar nuestra vida. Esta es sabiduría, esta es la respuesta más eficaz al mal, en cualquier nivel, interpersonal, social e internacional. Cristo invita a responder al mal, ante todo, con un serio examen de conciencia y con el compromiso de purificar la propia vida. De lo contrario —dice— pereceremos, pereceremos todos del mismo modo.

En efecto, las personas y las sociedades que viven sin cuestionarse jamás tienen como único destino final la ruina. En cambio, la conversión, aunque no libra de los problemas y de las desgracias, permite afrontarlos de “modo” diverso. Ante todo, ayuda a prevenir el mal, desactivando algunas de sus amenazas. Y, en todo caso, permite vencer el mal con el bien, si no siempre en el plano de los hechos —que a veces son independientes de nuestra voluntad—, ciertamente en el espiritual. En síntesis: la conversión vence el mal en su raíz, que es el pecado, aunque no siempre puede evitar sus consecuencias.

Pidamos a María santísima, que nos acompaña y nos sostiene en el itinerario cuaresmal, que ayude a todos los cristianos a redescubrir la grandeza, yo diría, la belleza de la conversión. Que nos ayude a comprender que hacer penitencia y corregir la propia conducta no es simple moralismo, sino el camino más eficaz para mejorarse a sí mismo y mejorar la sociedad. Lo expresa muy bien una feliz sentencia: Es mejor encender una cerilla que maldecir la oscuridad.


Comentario sinóptico y paralelos

1. «Los galileos cuya sangre había mezclado Pilato con la de sus sacrificios…»
Episodio desconocido fuera de este texto, como ocurre también con el incidente mencionado en el v. 4. El historiador Flavio Josefo informa de varias intervenciones sangrientas de Pilato en Jerusalén, para apagar toda tentativa de revuelta.

2.4 (|| Jb 6,2)
Más pecadores: (literalmente “más deudores”) refiriéndose a la deuda que no podemos pagar (cf. Mt 18,24-25).
Pero el más o el menos no es aquí la cuestión, sino la relación interna entre la maldad y la desgracia, como en el caso ejemplar de Job.

Aquí el Evangelio niega la individualización de esta relación misteriosa: es imposible establecer una relación directa e unilateral de causa-efecto entre lo que hemos de sufrir y nuestros propios actos (o los actos de nuestros padres, en el caso del Ciego de nacimiento). Ciertamente que influyen, pero en un conjunto indisociable donde cada uno causa y sufre a la vez los efectos producidos por todos, y por toda la sociedad de la que somos miembros. Aunque también es cierto que algunos deben pagar más o menos, con respecto a sus propias faltas, y llevar sobre sí las consecuencias de las carencias de sus semejantes –tal como nos beneficiamos también más o menos de lo que otros han aportado al mejoramiento de la sociedad–. Esto sólo es injusto si lo vemos desde una óptica individualista y abstracta; pero visto en su conjunto, es la confirmación de que “nadie es una isla”, pues todo destino es al mismo tiempo personal y solidario del destino de los otros.
Esta solidaridad natural o social se redobla en el orden sobrenatural del Reino, donde “somos miembros unos de otros” (Rm 12,4-5; 1Co 12,12-27). Es el misterio de la “comunión de los santos” y de la llamada “reversibilidad de los méritos”, por la cual se realiza nuestra Redención por un Otro. Como dijo Elisabeth Leseur: “Un alma que se eleva, eleva al mundo entero”.

El libro de Job en su conjunto enfoca sobre todo una espiritualidad de confianza, que se remite a la Sabiduría providencial de Dios para “justificar” (hacer justo) esas disparidades de suerte en las que Job es particularmente afligido. De ello se concluirá, como en el caso del Ciego de nacimiento de Jn 9, el bien que hace la manifestación de la Gloria de Dios y de la fidelidad de Job, que repara y sobrepasa todas esas injusticias temporales.
Pero esto no es motivo para ser indiferente y negar que es evidente la desproporción entre los sufrimientos de Job y su conducta anterior. Por esto, brotan las rectificaciones indignadas de Job al simplismo de sus tres amigos, especialmente en los capítulos 6-7 y 9-10, cuyo contenido esencial es retomado por la Iglesia en su Oficio de difuntos, como para reconocer aquí uno de los testimonios más conmovedores de la condición humana, invitando a todos los que se hallen en esta situación a refugiarse en Dios que hace justicia. En definitiva, ésta es la lección religiosa del libro de Job: el hombre debe persistir en la fe incluso cuando su espíritu no encuentra sosiego. Para esclarecer el misterio del sufrimiento de los inocentes, era necesario que Cristo resucitara y se conociese el valor del sufrimiento de los hombres unido al sufrimiento del Crucificado. Dos textos de San Pablo responderán al angustioso problema de Job: “Los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros” (Rom 8,18) y “completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24).

Partiendo de ahí, el Evangelio no enseña que si las desgracias sufridas no provienen exclusivamente de quienes las sufren, sino de todos, entonces cada uno está llamado a hacer penitencia, para evitar que todos finalmente perezcan del mismo modo –como lo hemos visto en las catástrofes que marcaron el fin de los Reinos de Israel y de Judá (2Re 17,7.23; cf. 24,20); y como lo vimos en el año 70–
¿Cómo esta misma advertencia no será válida, y con mayor razón, para los cristianos, miembros del Reino de la comunión de los santos? Es pues necesario que cada cristiano haga penitencia por solidaridad con todo el género humano. Esta llamada se repite por ejemplo en las apariciones de Lourdes, de Fátima o de La Salette.

3.5 Si no os convertís
El verbo original es metanoein, que significa conversión o, lo que es lo mismo, retorno a Dios (Mt 3,2). Aquí, como en la predicación de Juan Bautista, la invitación es sobre todo a la urgencia de producir “un fruto digno de penitencia” (Mt 3,8). El aspecto de “retorno” o cambio de dirección será puesto en relieve por el Hijo Pródigo (Lc 15,17-20).

|| Jer 4,1-4; 14,7-9
La llamada a la penitencia o a la conversión es la función esencial de todos los profetas: basta recordar a Jonás, o el resumen general de la predicación profética que nos hace Jeremías (Jer 23,1-13), invitación urgente como único medio para prevenir la catástrofe que de otro modo, sería inevitable. Esta llamada se encuentra también en el corazón mismo del Evangelio, pues es el segundo artículo del anuncio del Kerygma.

LA PARÁBOLA DE LA HIGUERA ESTÉRIL (Lc 13,6-9)
Puesta inmediatamente a continuación de la llamada a la conversión, quiere hacernos comprender que si bien nos queda todavía el tiempo presente para convertirnos, el mismo es limitado.

Más adelante, entre los Ramos y la Pasión, Mt y Mc hablarán de una higuera maldita y que se seca de un día para otro, porque “el tiempo de la visita” en el que aún era posible reconocer a Cristo y volverse a Dios por la fe en su Enviado, habrá pasado.
Así como “permanecer bajo su viña y su higuera”, a ejemplo de Natanael antes de su vocación, era signo de paz y de bienestar, no solamente físico o social, sino también espiritual gracias a la meditación provechosa de la Escritura (Jn 1,48); también la figura de este árbol seco era el terrible símbolo de las desgracias de Israel anunciadas por los profetas (|| Os 9,10-16; Ha 3,17; Is 34,4; Jr 5,17; 8,13, Os 2,14; Jl 1,7.12; Am 4,9).

La Higuera como figura de Israel y de todos los creyentes, y por tanto de nosotros que somos hoy el “Israel de Dios”

La Higuera no es un árbol cualquiera, posee características que otros árboles no poseen. San Ambrosio nos ofrece algunos detalles interesantes:

Era la viña del Señor Sabbaoth, la cual entregó al pillaje de los gentiles. Es muy propia la comparación de la sinagoga con este árbol, porque así como este árbol abunda en hojas hermosas y engaña la esperanza de su dueño que espera sus frutos, así también en la sinagoga, mientras sus doctores, infecundos por sus obras se gloriaban con sus palabras redundantes como las hojas, la sombra vana de la ley se hacía más oscura. También este árbol es el único que produce los frutos desde luego en vez de flores y los frutos primeros caen para dar lugar a los segundos, aunque quedan algunos, muy raros, de los primeros, que no caen. El primer pueblo de la sinagoga cayó como fruto inútil para que saliera el nuevo pueblo de la Iglesia, como de la savia de la antigua religión. Los primeros tallos que brotaron de Israel, como naturaleza vigorosa, bajo la sombra de la ley y de la cruz, en el seno de una y otra, tomando vida de su savia vivificadora (como los higos que maduran primero), aventajaron a todos los demás por la gracia de sus bellos frutos, de los que se dice (Mt 19,28): “Os sentaréis sobre doce tronos”. Algunos, sin embargo, creen que esta higuera no es figura de la sinagoga, sino de la malicia y la iniquidad, pero su interpretación se diferencia de la anterior únicamente en que se toma el género por la especie. (San Ambrosio)

… Buscaba fruto

El mismo Señor que estableció la sinagoga por medio de Moisés, habiendo nacido en carne mortal y enseñado en la sinagoga, buscó con frecuencia fruto de fe, pero no lo encontró en la mente de los fariseos. Por esto sigue: “Y fue a buscar el fruto en ella y no lo encontró”. (Beda)

Buscaba el Señor, no porque ignorase que la higuera carecía de fruto, sino para dar a conocer en esa figura que la sinagoga ya debía tener fruto. Y por lo que sigue da a entender que no había venido antes de tiempo, porque estaba ya tres años predicando. Por esto continúa: “Y dijo al que labraba la viña: Mira, tres años ha que vengo a buscar fruto en esta higuera y no le hallo”. Vino a Abraham, vino a Moisés, vino a María; esto es, vino en figura, vino en la ley y vino corporalmente. Hemos conocido su venida en sus beneficios, primero en la purificación, después en la santificación y, por último, en la justificación. La circuncisión purificó, la ley santificó y la gracia justificó. Pero el pueblo judío ni pudo purificarse, porque aun cuando tuvo la circuncisión del cuerpo, no tuvo la del alma. Ni pudo santificarse, porque ignorando la virtud de la ley, se dejaba llevar más bien de las cosas carnales que de las espirituales. Ni podía justificarse, porque no haciendo penitencia por sus pecados, desconocía la gracia. Por tanto, con razón puede decirse que no se encontró fruto ninguno en la sinagoga y por esto se mandó cortarla. Sigue: “Córtala, pues, ¿para qué ha de ocupar la tierra?”. El buen colono (acaso aquél en quien se funda la Iglesia), presagiando que habría de enviarse otro a los gentiles y a él a los circuncidados, intervino para suplicar que no fuera cortada, comprendiendo, confiado en su vocación, que el pueblo judío podría salvarse también por la Iglesia. Por esto sigue: “Mas él respondió y le dijo: Señor, déjala aún este año”. Conoció en seguida que la dureza y la soberbia de los judíos eran las causas de su esterilidad. De este modo el que supo reprender sus vicios conoció cómo había de labrar. Por lo cual añade: “Y la cavaré alrededor”. Ofrece cavar la dureza de sus corazones con los azadones apostólicos, para evitar que se hunda y esconda en la tierra la raíz de la sabiduría. Dice pues, “Y le echaré estiércol”. Esto es, el afecto de la humildad, por el cual cree que aún el judío puede fructificar en el Evangelio de Cristo. Por lo cual añade: “Y si con esto diere fruto”; es decir, será bueno. “Si no, la cortarás después”. (San Ambrosio)

Pero la advertencia está dirigida a todas las generaciones, y por tanto a nosotros hoy: seamos diligentes en reconocer a Cristo, convertirnos a Él, antes que llegue el Fin. “…cada uno de nosotros es como una higuera plantada en la viña de Dios; es decir, en la Iglesia o en este mundo.” (Teofilacto)

Pero debe oírse con gran temor lo que dice: “Córtala, pues, ¿para qué ha de ocupar aún la tierra?” En efecto, teniendo cada uno a su modo un lugar en la vida presente, si no da frutos de buenas obras, ocupa la tierra como árbol infructuoso. Porque en el sitio en que él se encuentra impide que trabajen otros. (San Gregorio, ut sup)

Lc 13,8-9a
Misericordia e intercesión: Señor, déjala por este año todavía
Hemos de ver también en las palabras del viñador una llamada a practicar la misericordia, a interceder por todos los hombres y especialmente de aquellos que nos son queridos y que parecen vivir de espaldas a Dios

Es propio de la divina misericordia no imponer castigos en silencio, sino publicar primero sus amenazas excitando a penitencia, así como hizo con los ninivitas y ahora con el labrador, diciendo “Córtala”, estimulándolo a que la cuide y excitando al alma estéril a que produzca los debidos frutos. (San Basilio, conc. 8, quae de Penitentia inscribitur)

Por tanto, no nos apresuremos a herir, sino dejemos crecer por misericordia; no sea que cortemos la higuera que aún puede dar fruto y que aún puede curar el celo de su inteligente cultivador. Por esto añade aquí: “Mas él respondió y le dijo: Señor, déjala…” (San Gregorio Nacianceno, orat. in sanct lavacr. 26)

También el colono que intercede representa a todo santo que dentro de la Iglesia ruega por el que está fuera de ella, diciendo: “Señor, perdónala por este año (esto es, en este tiempo con vuestra gracia), hasta que yo cave alrededor de ella”. Cavar alrededor es enseñar la humildad y la paciencia. Porque la fosa es la tierra humilde y el estiércol (tomado en buen sentido) es las inmundicias, pero da fruto. La inmundicia del cultivador es el dolor del que peca. Los que hacen penitencia la hacen sobre sus inmundicias, pero obran con verdad. (San Agustín, De verb. Dom., serm. 31)

Lc 13,9b
Juicio
… si no da [fruto] la cortarás después

“Y si no, la cortarás después”, esto es, cuando vengas en el día del juicio a juzgar a los vivos y a los muertos. Hasta entonces, por ahora perdona. (San Agustín)

HOMILÍA

Pablo VI, Constitución apostólica «Paenitemini» (AAS t. 58, 1966, pp. 179-180)

Convertíos y creed en la Buena Noticia

Cristo, que en su vida siempre hizo lo que enseñó, antes de iniciar su ministerio, pasó cuarenta días y cuarenta noches en la oración y el ayuno, e inauguró su misión pública con este mensaje gozoso: Convertíos y creed en la Buena Noticia. Estas palabras constituyen, en cierto modo, el compendio de toda vida cristiana.

Al reino anunciado por Cristo se puede llegar solamente por la «metánoia», es decir, por esa íntima y total transformación y renovación de todo el hombre —de todo su sentir, juzgar y disponer— que se lleva a cabo en él a la luz de la santidad y caridad de Dios, santidad y caridad que, en el Hijo, se nos ha manifestado y comunicado con plenitud.

La invitación del Hijo de Dios a la «metánoia» resulta mucho más indeclinable en cuanto que él no sólo la predica, sino que él mismo se ofrece como ejemplo. Pues Cristo es el modelo supremo de penitentes; quiso padecer la pena por los pecados que no eran suyos, sino de los demás.

Con Cristo, el hombre queda iluminado con una luz nueva, y consiguientemente reconoce la santidad de Dios y la gravedad del pecado; por medio de la palabra de Cristo se le transmite el mensaje que invita a la conversión y concede el perdón de los pecados, dones que consigue plenamente en el bautismo. Pues este sacramento lo configura de acuerdo con la pasión, muerte y resurrección del Señor, y bajo el sello de este misterio plantea toda la vida futura del bautizado.

Por ello, siguiendo al Maestro, cada cristiano tiene que renunciar a sí mismo, tomar su cruz, participar en los sufrimientos de Cristo; transformado de esta forma en una imagen de su muerte, se hace capaz de meditar la gloria de la resurrección. También siguiendo al Maestro, ya no podrá vivir para sí mismo, sino para aquel que lo amó y se entregó por él y tendrá también que vivir para los hermanos, completando en su carne los dolores de Cristo, sufriendo por su cuerpo que es la Iglesia.

Además, estando la Iglesia íntimamente unida a Cristo, la penitencia de cada cristiano tiene también una propia e íntima relación con toda la comunidad eclesial, pues no sólo en el seno de la Iglesia, en el bautismo, recibe el don de la «metánoia», sino que este don se restaura y adquiere nuevo vigor por medio del sacramento de la penitencia, en aquellos miembros del Cuerpo místico que han caído en el pecado. «Porque quienes se acercan al sacramento de la penitencia reciben por misericordia de Dios el perdón de las ofensas que a él se le han infligido, y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que han producido una herida con el pecado y la cual coopera a su conversión con la caridad, con el ejemplo y con la oración» (LG 11). Finalmente, también en la Iglesia el pequeño acto penitencial impuesto a cada uno en el sacramento, se hace partícipe de forma especial de la infinita expiación de Cristo, al paso que, por una disposición general de la Iglesia, el penitente puede íntimamente unir a la satisfacción sacramental todas sus demás acciones, padecimientos y sufrimientos.

De esta forma la misión de llevar en el cuerpo y en el alma la muerte del Señor, afecta a toda la vida del bautizado, en todos sus momentos y expresiones.